LAS HOJAS SECAS DE KARONE, de Ricardo José Gómez Tovar.

Premio del público del concurso de cuentos de SOS Racismo Madrid, dentro de las Jornadas Antirracistas que llevan celebrando desde el 2005. Este año pudimos disfrutarlos en el Teatro del Barrio, en Lavapiés, Madrid.
 
 LAS HOJAS SECAS DE KARONE
Timothee Karone entró en nuestra vida a través de un dibujo. Todo empezó con los deberes que Estrella, mi hija de ocho años, trajo una tarde a casa. Les había pedido l a profesora que dibujaran los lugares del barrio que solían recorrer habitualmente con sus padres al salir del colegio o los sábados por l a mañana. Se trataba de comprobar l o familiarizados que estaban los niños con aquellos espacios que constituían su vecindad inmediata y en los que sus progenitores realizaban tareas cotidianas. Allí estaba, por ejemplo, la frutería, dibujada con un montoncito de naranjas de trazo grueso, o l a panadería, en l a que sobresalía un roscón de reyes gigantesco (un dulce que Estrella había descubierto fascinada el año pasado). También se podía distinguir un trasunto de l a administración de lotería, en la que un número imaginario desbordaba las dimensiones del local. Y, por supuesto, había un supermercado. Fue este último establecimiento el que me hizo adoptar un semblante serio. E l motivo de ello es que, junto a l a puerta de entrada de aquella casa alargada que Estrella concebía como un supermercado, había dibujado una figura humana. Cuando l e pregunté en qué se había inspirado para dibujar la figura, m e respondió que era “el señor que recoge hojas secas” . Fui entendiendo gradualmente lo que quería decir, y me pareció terrible que unniño no pudiera imaginar un supermercado sin l a presencia de un ser humano de una raza diferente vendiendo un periódico a l a puerta.
¿Habíamos llegado hasta ese punto? Cuando l e comenté l o ocurrido a Alberto, m i marido, éste n o pareció alterarse demasiado y habló con Estrella mientras cenábamos. Así, pudo averiguar que, durante el rato que esperábamos en fila hasta ser atendidos en la caja, la niña se había fijado en lo que hacía el africano que saludaba sonriente a cuantos entrábamos en el supermercado esgrimiendo un periódico en la mano. Al parecer, éste recogía hojas muertas del suelo, las limpiaba cuidadosamente y las guardaba en el interior de un “libro grande”. Lo cierto es que, en todas aquellas ocasiones que había aguardado a ser atendida en el supermercado, nunca s e m e había ocurrido observar l o que hacía aquel risueño africano al que, más de una vez, había comprado un periódico. Eso m e dio una idea. Al día siguiente, llevaría a Estrella conmigo al supermercado y , cuando saliéramos, l e preguntaría al vendedor de periódicos si quería tomar un chocolate con nosotras. Me intrigaba mucho saber por qué coleccionaba aquellas hojas secas de las que nos había hablado Estrella.
El calor de l a cafetería pareció alegrar todavía m á s el semblante de Timothee Karone (o Karone, como prefería que le llamaran). Podría decirse que el sabor del chocolate actuó de canal de comunicación entre nosotros.Hablaba con una mezcla de acento francés, camerunés y español, pero se hacía entender con facilidad. Averigüé que tenía treinta y cinco años, que había nacido en Yaundé y que, en su país, fue maestro de escuela durante un tiempo. Cuando le pregunté, un poco avergonzada y refugiándome en la curiosidad de Estrella, l a razón de que guardara hojas secas, Karone me miró con una expresión casi beatífica y se agachó a rebuscar en su desgastada bolsa de viaje hasta encontrar el “libro grande” que tanto había llamado la atención de Estrella. Se trataba de una recopilación de cuentos populares de Camerún, historias que la tradición oral había ido engarzando en perlas de escritura sencilla y empapada de esa magia que rodea a las cosas esenciales de l a vida. Cada hoja seca estaba pintada de un color distinto y encabezaba un cuento diferente con mucha más belleza que esos marcadores de papelería que automatizan nuestras lecturas. Vistas a cierta distancia, parecían un bosque que transmitía cohesión a las páginas del libro, el bosque de las hojas secas a las que l a vivacidad de l a poesía tradicional camerunesa hacía cobrar vida con un intenso aroma a chocolate. Karone siguió explicando el motivo de que aquellas hojas secas estuvieran dentro del libro. Las hojas debían volver a su árbol, las hojas caídas debían volver a formar parte del árbol cortado, pero ahora lo hacían enfundadas en coloridos disfraces que contrastaban con l a deslumbrante blancura de sus hermanas impresas. No pude contener la emoción y, cuando abandonamosl a cafetería y nos despedimos de Karone como de un hermano, lloré amargamente al pensar en lo injusto que era que un ser tan sensible tuviera que pasar sus días vendiendo un periódico junto a l a puerta de un supermercado. Sin embargo, al día siguiente, mi mente se aclaró y dejó que entrara en ella una ráfaga de luz serena. Alberto conocía desde hacía años al dueño de una librería del centro, una de las pocas que ofrecían libros en varios idiomas, y éste siempre se estaba quejando del exceso de trabajo y de la dificultad de encontrar un ayudante que supiera francés. Karone, con su sempiterna sonrisa, se ganó al dueño de l a librería en cuestión de segundos. Si antes era un placer para nosotros pasar las horas muertas en aquel espacio reservado a la degustación de la lectura, ahora disfrutábamos el doble al ver a Timothee Karone en su elemento, clasificando los libros por temas, autores y países, y atendiendo a los buscadores de libros con una cortesía solo superada por su erudición. No nos dimos cuenta hasta llegar a casa, pero en el primer libro que nos vendió introdujo sutilmente una hoja seca pintada de color naranja.
Tal vez no me entienda, pero ahora le digo a Estrella, antes de acostarse, que todas las hojas, vivas o muertas, secas o mojadas, pintadas a mano o impresas por una máquina, comparten l a misma savia, al igual que todos los habitantes de este planeta compartimossavia procedente del mismo tronco. Si eso sirve para que, en un futuro no muy lejano, los niños dejen de dibujar figuras humanas atadas a la puertade un supermercado con una cuerda invisible, habrá valido la pena.
RICARDO JOSÉ GÓMEZ TOVAR.

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